Desde el final de la II Guerra Mundial en 1945 la coordinación de las relaciones económicas entre los países “históricamente desarrollados” (aquéllos que siendo economías de mercado antes de 1970 tenían una estructura económica predominantemente industrial y de servicios) han pasado por dos etapas completamente diferentes, separadas por la “crisis de l973” (de hecho un período comprendido entre ese año y mediados de los años 80 del siglo XX) que determinó precisamente ese cambio.
La primera etapa suele llamarse el período Bretton Woods por iniciarse con los acuerdos adoptados en la “Conferencia monetaria y financiera” celebrada en 1944 en esa localidad de New Hampshire (USA). Con ella se restablecieron condiciones de disciplina cambiaria, circulación de capitales, bienes y servicios que hicieran posible el librecambio necesario para volver a hacer del comercio internacional un instrumento de desarrollo económico, como había sido hasta 1914. Estuvo caracterizada por un sistema de relaciones económicas internacionales que podemos calificar de “administradas” para todo el mundo, excepto para una tercera parte aproximadamente, autoexcluida de los acuerdos por formar parte de un bloque (el comunista) que pretendía buscar una alternativa de crecimiento económico autónomo completamente diferente.
La segunda etapa, que a falta de una mejor concreción la podemos identificar como de cooperación, comenzó en 1975 con la Cumbre del G-6 en Rambouillet (Francia) en forma de “foro extraoficial” de negociación entre los jefes de los países de mayor PIB, que representaban entonces en conjunto el 60% del mundial: Estados Unidos, Francia, Alemania Occidental, Reino Unido, Japón e Italia. Con ese peso consideraban que tenían la capacidad de pactar en cada momento las relaciones económicas internacionales que les permitieran las mejores condiciones para mantener las tasas de crecimiento económico que les habían llevado a esa posición. Era el comienzo de un esquema informal de relaciones económicas basado en una cooperación de mutua conveniencia que, según los casos y los objetivos a alcanzar, podía agregar a los citados a otros miembros, siempre con el objetivo de contar ya fuera con la “masa crítica” necesaria para conseguir sus objetivos, o con una audiencia a la que transmitir sus requerimientos. Ha habido desde entonces reuniones de G-6, G-7, G-8 y G-20; que paulatinamente han devenido a día de hoy casi en exclusiva en las del G-7 (cuando a los seis – con una Alemania ya unificada- se ha unido a Canadá y se invita al representante de la UE) y, ocasionalmente, en las del G-20 (los del G-7 más Arabia Saudita, Argentina, Australia, Brasil, China, Corea del Sur, España, India, Indonesia, México, Rusia, Sudáfrica y Turquía, que recientemente acuden más en calidad de invitados por el anfitrión de turno que como miembros del club, como ha ocurrido en la Cumbre de Biarritz).
El sistema anterior a 1975 era “administrado” porque contaba con unas relaciones económicas sometidas a la disciplina de unas normas previamente establecidas. Sin declararse como tal, conformaba de hecho una administración de tipo “imperial”. El sistema se mantuvo estable mientras satisfizo aceptablemente bien las esperanzas de los habitantes de sus diferentes partes en comparación con una situación inmediatamente anterior verdaderamente desesperada para todos. Con sus reglas, Estados Unidos, por una parte, podía consolidar la ventaja en progreso económico adquirida a finales del siglo XIX sobre las viejas potencias europeas por su mayor éxito en los comienzos de la II revolución industrial, que le impelía ya a salir de su mercado interior por muy extenso que hubiera sido; cosa que se le ofrecía más fácil tras el enorme trasvase del factor capital a su favor que había tenido con las dos Guerras Mundiales. Por su parte, los europeos eran conscientes de que la única forma de recuperar la senda perdida de los avances en niveles de vida, primero por el ascenso de Estados Unidos y otras zonas “ultramarinas” y luego, por su dilapidación de recursos en las dos Guerras, era ser ayudadas a conseguirlo por el único país con la capacidad financiera, política y militar para hacerlo: EEUU. Era una especie de trade mediante el cual los ciudadanos norteamericanos obtenían las rentas asociadas a esa posición y los europeos las del restablecimiento de sus economías. Más globalmente, esas rentas se complementaban con una porción de las de las que también había que promover de los dos tercios del mundo no incluidos en el sistema comunista. Las instituciones para garantizar el funcionamiento de este sistema fueron el FMI, el BIRD, el GATT y la OTAN; quedando el Consejo de Seguridad de la ONU como un mero organismo de detención entre éste ámbito imperial y el alternativo (el mundo comunista) que permitía la negociación “in extremis” capaz de mantener el “statu quo” entre los líderes de ambos: EEUU y la URSS.
Ahora bien, todas las estructuras imperiales acaban diluyéndose por cualquiera de uno de los efectos de su evolución interna: el éxito de los objetivos con los que nacen o el fracaso en ellos; lo que quiere decir, en definitiva, que siempre acaban diluyéndose por su propia dinámica. El primer caso fue el del sistema Bretton Woods y el segundo el de la comunidad de países comunistas.
El sistema de Bretton Woods, que es el que aquí nos interesa, no pudo resistir ni el éxito de la recuperación de las economías europeas y Japón ni el del dominio económico y militar de EEUU, porque ya hacia los años 70 las reglas fijadas en 1944 se presentaban como una rémora para las expectativas de mejora a ambos lados del Atlántico, no como una virtud. Como en un matrimonio, en el que los conyugues habían prosperado tras varios años de solidaria lucha para labrarse un bienestar, al acercarse ambos a la cuarentena empezaban a no aguantarse; uno por pensar que ya no sacaba grandes ventajas de lo que había estado poniendo y otro porque era hora de disfrutar un poco de una libertad que creía ya podía pagarse.
Dicho en términos más económicos: a medida que Europa y Japón fueron restableciendo sus capacidades productivas y Estados Unidos perdiendo sus ventajas competitivas relativas y resultándole, por tanto, cada vez más insufribles los costes de mantener un dólar estable como garantía del sistema monetario internacional, ambas partes fueron viendo el sistema como un corsé limitativo para sus ciudadanos. El nacionalismo, ese elemento irreductible de las sociedades que desde la Edad Moderna ha demostrado ser una síntesis aceptablemente óptima, y todavía no superada, entre la seguridad individual a corto plazo y el miedo a una permanente adaptación a los cambios sobrevenidos de fuerzas individualmente incontrolables, renació bajo la imagen, por una parte, del europeo y japonés damnificado, bien expresado en el exitoso libro de J.J Servan Schreiber El desafío americano ( 1969 ) y, por otra, de la del irritado filántropo norteamericano que barrunta su ruina ante la mejora de sus protegidos, que también tuvo exegetas tales como Yanek Mieczkowski ( Gerald Ford and the Challenges on the 1970s).
El sistema “administrado” se empezó a disolver en 1971, cuando Estados Unidos decretó la no convertibilidad del dólar en oro al precio acordado en 1944 (35 $ la onza) y recurrió a elevar unilateralmente los aranceles dentro de un paquete de medidas de la administración Nixon. Esas medidas pretendían luchar contra una inflación que se consideraba consecuencia de unos niveles de vida de los norteamericanos (la great society) y unos “gastos de sostenimiento del imperio” (guerra de Vietnam) no asumibles ya con un sistema productivo que había perdido fuelle en relación a los competidores que, no obstante, se beneficiaban de su mercado abierto y de su compromiso de sostener un dólar fuerte y estable. Pero hasta principios de 1973 se tenía la esperanza de que el sistema podría restablecerse dejando un tiempo fluctuar las monedas y manteniendo en su esencia los compromisos de 1944; cosa que no ocurrió, sino todo lo contrario. Además, la inflación descontrolada, que lanzaba a terceros países productores de materias primas buena parte de los problemas del mundo desarrollado, provocó la “rebelión” de parte de aquéllos, los productores de petróleo organizados en la OPEP, que indicaba que el sistema “administrado” ya no podía controlar los efectos que su éxito había producido.
La crisis de 1973 con su componente de extraordinarias subidas del precio del petróleo, depresión económica tanto en los países desarrollados como en los atrasados no productores de crudo, de trasvase de rentas a favor de los productores de éstos y disposición de los capitales con ellas constituidas por los países desarrollados a través de nuevos mercados informales, descontrolados y fuertemente especulativos (petrodólares y eurodólares), dieron por zanjados los intentos de restablecimiento del sistema “administrado” de relaciones económicas internacionales.
En medio de la crisis podría haber habido un deslizamiento a un “sálvese quien pueda” como ocurrió en 1929, retrayéndose los países hacia la “seguridad” de sus fronteras; pero la historia no siempre avanza en vano. Aquella crisis, sus terribles consecuencias y el éxito del sistema administrado, habían cambiado radicalmente el mundo (instituciones supranacionales y burocracias de los numerosos organismos de la ONU, la OCDE, la CE, la OTAN, el FMI, el BIRD, las multinacionales, el “gusto al crecimiento” ya instalado entre los habitantes del mundo occidental, y el ejemplo a contrario del mundo comunista más que el miedo ya disipado al mismo), que ahora era más dependiente que nunca de la “interdependencia” de las economías nacionales, permitió que el deslizamiento hacia el proteccionismo fuera moderado y muy selectivo; de tal modo que las restricciones al comercio internacional entre el comienzo de la crisis y su final se situaron entre el 3 y el 6%. Todo, en última instancia aumentó la presión para que se buscaran salidas a la situación de forma coordinada. Pero esa coordinación ya iba a ser muy distinta.
La gestión del sistema administrado, había facilitado el éxito de las llamadas políticas “keynesianas” a nivel nacional, que consistían básicamente en mantener la suficiente demanda, mediante el gasto público en inversión y la acción pública, favorecedora de una distribución de parte de la renta generada a favor de sectores amplios de la población (apoyo a la negociación colectiva, servicios públicos sistemas de seguridad social) para garantizar un permanente estado de buenas expectativas para la inversión privada y, con ello, un crecimiento estable y sostenido de cada economía. Este mecanismo dio buenos resultados en los países del “centro” del sistema administrado porque tenían ya una estructura económica y financiera, una organización social y una trama institucional que permitían, aparte de altos rendimientos de los factores empleados (productividad), que sus resultados permanecieran dentro de la circulación de sus economías. La debilidad de todos esos elementos en el resto (formado por los que se llamaban países en desarrollo, países subdesarrollados y tercer mundo) mostraba distintos grados de ineficiencias productivas y dificultades para retener por mucho tiempo dentro de sus fronteras los resultados del crecimiento económico que con la utilización de los recursos de sus territorios se conseguía. No tiene pues nada de extraño que fuera en estos países en los que surgieran alternativas teóricas y ensayos prácticos de políticas que pretendieran cambiar las estructuras productivas, las instituciones sociales (sobre todo los derechos de propiedad) y las relaciones comerciales y financieras exteriores, para intentar situarse en los “puntos de partida” de los países del primer mundo y poder así emular sus procesos de desarrollo económico o, cuando veían frustrarse el intento, ensayaran vías revolucionarias que les llevaran al modelo de los países comunistas, que hasta los años 70 habían tenido un crecimiento económico y unos avances sociales, si no tan exitosos como los del primer mundo si sorprendentes en relación con su particular situación anterior a 1940 y, aparentemente, con unas sociedades más justas. En cualquier caso, tanto los éxitos de los “desarrollados”, como las esperanzas de los “en vías de desarrollo” dependían del mantenimiento del régimen de precios estables de la energía, que cuando se rompió en 1973, lanzó por los aires ambas realidades.
Ya antes de 1973 en los primeros, la expectativa de mejora ilimitada de los niveles de vida, consistente en adquisición de bienes de consumo y de servicios públicos, se estaba alimentando con un esfuerzo decreciente de sus habitantes, desplazándose el empleo hacia sectores de menor productividad, y en los segundos, se era consciente de que parte de esa mejora del nivel de vida de aquéllos se alimentaba con un trasvase de rentas desde ellos, debido a lo que se denominaba “intercambio desigual” favorecido por las relaciones de poder económico, financiero y político consolidadas con el sistema “administrado” y, por ello, empezaron a intentar coordinarse en forma de bloques como la UNCTAD para negociar desde una posición de fuerza con el “primer mundo”. Pero no fue sino cuando una organización sectorial como la OPED (fundada en 1969) encuadró efectivamente ese enfrentamiento norte-sur e invirtió radicalmente las Relaciones de Intercambio energía y productos primarios-productos industriales existentes hasta entonces, cuando las políticas keynesianas encontraron su nivel de ineficacia.
Con el tiempo se demostró que el encarecimiento de la energía, que en lo inmediato podía tener la apariencia de una lucha económica y política por rentas a corto plazo, era la manifestación de una realidad más profunda: la presión sobre unos recursos de cuyos límites el mercado (la mano invisible) tomaba conciencia. Keynes había formulado sus ideas bajo el supuesto de una gran flexibilidad por el lado de los factores y una gran inflexibilidad a la baja por el lado de los salarios y los beneficios; que era lo que daba coherencia lógica a actuar sobre la demanda. Pero naturaleza, tecnología e instituciones podían ser mucho más rígidas y lentas en el tiempo de lo esperado para adecuarse a las expectativas (convertidas incluso en “derechos”).
En consecuencia, una vez que se fue demostrando la naturaleza real de la crisis de los años 70, saltaron por los aires tanto las políticas keynesianas a nivel nacional, como los intentos que había en marcha para restañar el sistema administrado de relaciones económicas internacionales. En el primero se fueron imponiendo por gobiernos de cualquier signo ideológico políticas económicas llamadas de oferta, tendentes a recuperar la eficiencia productiva y competitiva de las economías, mediante medidas más o menos expeditivas destinadas a dejar de sostener a empresas y sectores ineficientes, a reducir el peso de los impuestos directos y progresivos y favorecer la imposición indirecta, a limitar el poder de los sindicatos, a privatizar empresas, a reducir el peso del sector público, a conseguir el equilibrio presupuestario, a eliminar o suavizar regulaciones… en suma a acabar con el paradigma de la regulación de las relaciones económicas por los gobiernos, que hasta entonces habían implicado la utilización de complejos sistema de política fiscal, y a favor de un restablecimiento de la autorregulación por el mercado, quedando la intervención en la economía reducida a las medidas monetarias que, por otra parte se procuraban independizar lo más posible de la autoridad gubernamental. Desde entonces hasta hoy este paradigma, llamado neoliberal, no ha hecho sino consolidarse, sólo matizado por un deseo de impulsar indirectamente y siempre en la línea del mercado, la innovación y la mejora del capital humano, mediante políticas nunca bien definidas. Y el caso es que por mucha queja y razonamientos de tipo moral que se hagan contra ese neoliberalismo, no parece haber una alternativa viable en la práctica a su paradigma que, inevitablemente lleva a una reducción de la presencia de los poderes públicos en la economía y a favor de los que de forma natural se generen en el mercado.
Es comprensible pues que en medio de estos cambios de la realidad, en el plano internacional, el que fuera Secretario del Tesoro norteamericano en los años de la larga depresión que siguió a la crisis de 1973, Paul Volcker, dijera abiertamente que “La desintegración controlada de la economía mundial es un objetivo legítimo para los años 80. Esto hubiera sido impensable que lo hubiera dicho un responsable del sistema administrado; pero este ya no existía y había, en todo caso, que terminar con los vestigios que de él pudieran quedar.
Desde entonces, en la defensa de los países de las actuaciones de los demás con un mantenimiento al mismo tiempo de mercados grandes, ha primado la tendencia a la agrupación en bloques más o menos efectivos (como la UE), y la minimización de los riesgos para todos los antiguos miembros del diluido imperio sólo se ha podido ir haciendo mediante la colaboración. El problema para que esa colaboración produzca los frutos soñados es que desde los años 80 aparecieron nuevos actores en escena cuyas economías emergían al margen de las dependencias económicas con aquél sistema administrado, y el bloque soviético se disolvió creando, todo en conjunto, una impensada realidad de nuevas oportunidades de negocios y de competidores por recursos y mercados.
Todos los antiguos países desarrollados vieron inicialmente en esa nueva realidad la oportunidad de aprovechar, cada uno a su manera, los nuevos mercados, al tiempo que estaban seguros de que con una situación de abierta competencia, sus sectores productivos y sus poblaciones, aparentemente con el mayor nivel tecnológico y capital humano a mano, tendrían las ventajas competitivas necesarias para captar la renta global generada por la extraordinaria nueva movilización de factores. Todo lo que había que mantener del viejo orden administrado eran, simplemente, unas condiciones de libre comercio, para las que habían de bastar complejas, largas y tediosas negociaciones multilaterales entre expertos de todos los países y bloques existentes: las Rondas de la OMC; en suma un mercado en el que se hiciera el trade de intereses, sostenido sólo por el miedo a los efectos de rebote de no cumplir lo pactado hasta nuevas negociaciones.
No obstante, en ese nuevo contexto los países históricamente desarrollados pronto descubrieron que sus viejas ventajas tecnológicas se diluían ante la imposibilidad de controlar la rápida difusión del conocimiento y las innovaciones (las nuevas tecnologías) a todo el mundo y la no menor imposibilidad de manejar, como en el pasado, unas expectativas de mejora creciente y de distribución más equitativa de la renta entre sus habitantes, porque ahora las ventajas comparativas de unos países con poblaciones con “hambre histórica acumulada de progreso” con exigencias por tanto de “bienestar” infinitamente más modestas que las de las viejas sociedades desarrolladas (p. e. China) y/o controladores de gran parte de los recursos escasos (p. e. Rusia) son una fuerza social imposible de superar y menos de emular. De tal modo que el viejo esquema de “intercambio desigual” de algunos teóricos del desarrollo económico de los años 60, se ha vuelto en contra de los habitantes de los viejos países que un día se llamaron “primer mundo”. Prueba de ello es el creciente sostenimiento de su “estado del bienestar” con los ahorros prestados desde los países emergentes. Esto implica una progresiva financiarización de la economía del viejo mundo desarrollado; hecho, que aparte de implicar la inestabilidad inherente a la economía financiera, que es esencialmente especulativa a corto plazo, tiene la espada de Damocles de la que advertía el gran historiador de la Europa Moderna, Fernand Braudel: “la financiarización es el preámbulo de la decadencia”.
Y este es el teatro de operaciones de la cooperación económica de las cumbres denominadas G, que van siendo más una suma de “impotencias” o, en el mejor de los casos un club de diletantes sobre temas de los que de antemano saben sus asistentes que tienen cada vez menos control, porque a nivel intra-club ya han asumido que son un grupo de naciones en el que cada una espera buscar su acomodo en las nuevas relaciones económicas globales y, por tanto, predomina entre ellos la desconfianza propia de corredores en una competición de suma cero, y a nivel extra-club, comprueban el peso e influencia declinantes de detentar ya sólo el 45% del PIB mundial. Cualesquiera otras variables de las que se utilizan para medir el peso económico, como el comercio internacional o el mercado de capitales, no son tanto parte de su potencia como de la fragilidad creciente de depender más y más de la comercialización de una producción (la economía real) que no es la suya y de las rentas de unos capitales que resultan productivos sólo en manos de terceros.
Parecería lógica pues una marcha más o menos decidida hacia mecanismos de cooperación internacional que reconocieran la nueva realidad, pero para ello sería preciso que los países (que son síntesis de heterogéneos intereses, miedos, esperanzas y capacidades de influencia de sus no menos heterogéneos habitantes, más o menos expresadas en los comportamientos de sus gobernantes) predominara una actitud de aceptación de unas expectativas limitadas gestionadas por el liderazgo de una potencia estable en sus aspectos económicos, sociales y políticos internos (por tanto con bajos costes de transacción en su consecución) que asume el papel de dar oportunidades económicas a todos a corto plazo, a cambio de las ventajas, no menos económicas, para su población de la gestión de todo el entramado que, entre otras cosas, vela el sacrificio real de las expectativas de ésta durante un largo período de tiempo. En suma, una nueva administración de carácter imperial que, como siempre, llega cuando un nuevo país que se haya labrado una inesperada vía de progreso en los bordes del sistema hasta entonces predominante, se hace cargo de esa gestión.
No sabemos cómo ni cuándo se verá constituido en el mundo un nuevo y eficiente sistema administrado de relaciones económicas, ni los conflictos que hasta ese momento viviremos o vivirán los ciudadanos del mundo, pasando seguramente por una etapa “sub-óptima” de “economía de bloques” que puede tensar las cosas hasta una ruptura dramática, o facilitar los acuerdos; pero lo que sí es cierto es que mientras tanto en los asuntos económicos de los hasta hace poco países desarrollados, y en las declaraciones de los Gs predominarán actitudes cada vez más defensivas y mucha retórica sobre planes tecnológicos, educativos, de reorganización social, y también las hueras apelaciones a la necesidad de adaptación de las mentalidades, las formas de vida, etc, a una realidad de menores expectativas de crecimiento. Y, en ese contexto, cada vez parecerán más extravagantes las exigencias que hacen esos Gs a los que se vislumbran como líderes de un nuevo sistema de economía mundial, de su adaptación a nuestros sistemas de creencias, valores, mitos, derechos, etc. conformados por una historia particular.
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